REFLEXIONES
SOBRE EL INTERMUNDO (BARZAJ) Y LA POLIVALENCIA
DE LA
IMAGEN-SÍMBOLO EN EL ARTE ISLÁMICO A PARTIR
DEL
PENSAMIENTO DE IBN ARABI
Pablo
Beneito
Universidad
de Murcia
En su
proceso de búsqueda expresiva, el Islam ha privilegiado la
estilización y la abstracción en detrimento de la representación
figurativa realista, presente sólo en manifestaciones tardías por
influjo del arte renacentista y post-renacentista europeo. Las
tendencias a la abstracción, a la estilización y a la geometría no
sólo están determinadas por la herencia árabe beduina de la cuna
del Islam, como proponía Camón Aznar al tratar del espíritu
abstracto, por la oposición política y dialéctica a Bizancio y sus
iconos, como sugiere Oleg Grabar, o por las indicaciones iconoclastas
(supuesta interdicción de la representación humana en particular)
atribuidas al Profeta en ciertos hadices e interpretaciones de
diversos exegetas. A mi parecer, el propio espíritu del Islam ha
generado un mundo de imágenes que no tiende a representar y
reproducir el dominio tridimensional de los cuerpos sino, por el
contrario, a trascender la representación, a liberar la imagen,
concebida como símbolo polivalente que ha de interpretarse en tanto
que reflejo de otra dimensión (más sutil, espiritual, cualitativa y
directamente inteligible) distinta a la linealidad del espacio
cuantitativo y el tiempo cronológico.
El
intérprete de los signos de Dios en la Escritura primordial, en el
Libro revelado, en el Libro del universo y en el microcosmos humano
viaja de una a otra dimensión inmerso en el Intermundo de la
Imaginación. Para diferenciar este mundo autónomo y subsistente de
los prototipos y los símbolos vivos del mundo de lo imaginario y
las fantasías personales proyectadas, Henry Corbin propuso en sus
obras sobre el tema la denominación de Mundo Imaginal, muy
empleada por estudiosos posteriores.
Es
esencial comprender que en este dominio de la realidad, el símbolo
no puede sustituirse por un concepto, es decir, no representa una
asociación o una operación mental simple o mecánica, puesto que
forma parte de una dinámica simbólica, de un modo de significación
abierto, y tiene una naturaleza polivalente que establece un diálogo
creativo con su entorno simbólico.
El
símbolo es, pues, una realidad dinámica, polivalente y viva.
Además, frente a una concepción del símbolo como signo arbitrario,
la concepción tradicional islámica, como todo pensamiento
tradicional, entiende el signo o imagen-símbolo como realidad
providencial.
Pues
bien, considero que esta concepción islámica predominante de la
Imaginación -al decir predominante pienso, por ejemplo, en el
influjo determinante de Ibn ‘Arabî de Murcia, de quien trataré a
continuación, en el pensamiento de los últimos ocho siglos de
cultura islámica- ha inspirado un arte de la evocación, de la
evanescencia, del reflejo, de la polivalencia simbólica, cuyas
imágenes veladas remiten con frecuencia a un modelo original, a sus
prototipos celestes, a los principios metafísicos subyacentes, al
origen.
Representar
de modo realista lo que ya está representado por la imagen
reproducida en esta dimensión sería intentar fijarlo en su
manifestación más densa y opaca, en su modo más bajo de
significación. Por el contrario, liberar la imagen consiste en
restituir su transparencia. El artista ha de captar su movimiento de
retorno hacia su principio. La imagen, como la palabra, asciende por
la escala de la significación hacia su principio necesario, la
divina Unidad que sustenta todas las imágenes. En el arte concebido
como alquimia espiritual se opera una suerte de disolución de la
imagen en proceso de transmutación. Por analogía de términos,
podríamos hablar de un fanâ’, o aniquilación de
la imagen, que en toda dinámica creativa irá necesariamente
acompañado del correspondiente baqâ’, su subsistencia en
el Mundo de las Imágenes o Ejemplares (‘âlam al-mitâl).
Antes
de seguir con esta exposición por las ínsulas extrañas de la
geografía de la ambivalencia, quisiera hacer notar que no ofrezco
aquí un artículo propiamente académico y erudito, sino una serie
de consideraciones personales, de carácter general, acerca de
diversas concepciones islámicas que conducen a una particular
interpretación de la imagen y del arte en el Islam. Un referente
constante de mis reflexiones será la obra del mencionado Ibn ‘Arabî
de Murcia, a cuyo estudio he dedicado varios libros en los cuales se
detallan y anotan las referencias que aquí, con el fin de aligerar
estas páginas, daré por conocidas. Este célebre autor constituye,
como máximo exponente del sufismo en una etapa culminante y punto de
inflexión entre un antes y un después del pensamiento islámico, el
trasfondo de estas apreciaciones que quieren incidir en la
importancia de un modo de aproximación al arte, al islámico en
particular, con frecuencia ignorado en estudios académicos.
Antes
de tratar de la ambivalencia como procedimiento hermenéutico y
fundamento del arte genuinamente islámico, permitan que, a modo de
introducción, ofrezca primero una brevísima semblanza de Ibn ‘Arabî
-dirigida a quienes aún no están familiarizados con su vida y su
obra-, al tiempo que presento de modo muy general algunos de los
términos de referencia que caracterizan su pensamiento.
SOBRE
IBN cARABÎ
“Entre el sí y el no, los espíritus abren el vuelo”
(Ibn cArabî).
El
célebre pensador y poeta místico Muhyiddîn Ibn cArabî,
nacido en Murcia en el 560 H./1165 d. C., se trasladó en su infancia
a Sevilla, ya entonces capital almohade de al-Andalus, donde recibió
una amplia formación en las ciencias tradicionales del Islam.
Durante la primera parte de su vida viajó intensamente por el
territorio andalusí y el Magreb (Fez, Bugía, Túnez...), hasta su
partida definitiva hacia Oriente Medio, donde transcurrió la segunda
mitad de su vida.
Tras
sucesivas estancias en La Meca, Medina, Jerusalén, Konia, Malatia,
Bagdad o Alepo, el reconocido maestro espiritual se instaló
finalmente en Damasco, donde falleció el 638/1240. Su sepultura -en
el mausoleo que hizo edificar en su honor el sultán otomano Selim II
al pie del monte Qasión-, puede visitarse en la mezquita que, como
el barrio damasceno que la alberga, lleva su nombre.
Vida,
escritura, viaje, hermenéutica y contemplación son dimensiones
indisociables en la vida de este prolífico y originalísimo andalusí
en cuyo pensamiento se concilian tradición, razón y develación.
Ibn
cArabî,
llamado por la tradición ulterior 'Maestro Máximo' (al-Shayj
al-Akbar) y considerado entre los sufíes heredero e intérprete por
excelencia de la espiritualidad muhammadí, compuso más de 250
obras, entre las que cabe destacar su monumental suma de las ciencias
espirituales del Islam, La iluminaciones
de La Meca, la obra titulada Los
engarces de la sabiduría -que ha sido
objeto de más de cien comentarios (en árabe, persa, turco, urdu y
otras lenguas), por parte de muchos de los más destacados autores de
la tradición sufí- o su diván de poesía lírica, El
intérprete de los deseos.
Su
obra ha ejercido un influjo determinante en el pensamiento islámico
de los últimos ocho siglos en todo el orbe islámico, desde el
Magreb hasta China, y no sólo en el mundo árabe. Este inspirado
autor, universal como ningún otro de los andalusíes, fue el eje
fundamental del pensamiento del mundo otomano y es también, hasta
nuestros días, constante referencia del pensamiento del ámbito de
lengua persa.
Su
pensamiento goza actualmente, en todo el mundo, de una enérgica
vitalidad que pone de manifiesto el creciente interés suscitado por
su obra entre creadores, intelectuales y espirituales de las más
diversas procedencias y condiciones. Buen ejemplo de ello es la
ingente actividad desarrollada por la internacional Muhyiddin
Ibn Arabi Society, con sede central en
Oxford, en cuyo website
(www.ibnarabisociety.org) puede consultarse una amplia información
bibliográfica (véase también www.ibnarabisociety.es
de MIAS-España). Como podrá comprobar el lector, los estudios y
traducciones de sus obras en lenguas occidentales se han multiplicado
en las últimas décadas y, hoy en día, es posible leer en
profundidad a Ibn cArabî
en español, francés, inglés, turco y otras lenguas europeas.
El
pensamiento de Ibn cArabî
se inserta plenamente en la tradición abrahámica y el mundo de la
profecía. Heredero del saber antiguo, del pensamiento griego, del
mundo iranio y de la tradición judeo-cristiana, el pensamiento de
Ibn cArabî
es, no obstante, genuinamente árabe, ya que está profundamente
enraizado en la cultura y la lengua árabes, y plenamente islámico,
pues sus referencias permanentes son los fundamentos escriturarios
del Islam, el Corán y la Sunna. En virtud de ese mismo fundamento
islámico, su obra ofrece un pensamiento universal que reconoce a
todos los profetas del ciclo histórico, las diversas tradiciones
reveladas -consideradas en tanto que caminos perdurables,
providenciales y eficaces para la realización espiritual-, e incluso
toda forma inspirada de conocimiento de la Verdad, de adoración del
Uno-Múltiple, a la par trascendente e inmanente, incomparable y
semejante, manifiesto y oculto, aun en el caso de que tal adoración
revista la apariencia del culto a los ídolos. He aquí una puerta
abierta al diálogo y al verdadero respeto -el auténtico
reconocimiento de la dignidad del otro- entre las diversas
tradiciones y culturas.
La
existencia, entendida y vivida como teofanía, revelación del Uno en
la multiplicidad de Sus manifestaciones y de Sus Nombres, es en
última instancia pura Belleza, Compasión sin límites. Dios, la
Realidad, está presente en todas las cosas.
La
finalidad del hombre es el conocimiento del Creador. El ser humano
progresa por las estaciones espirituales, guiado por la gracia, hasta
que restituye el teomorfismo original del hombre primordial. Alcanza
así, en la llamada Tierra de la Realidad, la morada de la perfecta
servitud.
Su corazón es entonces perfectamente receptivo a las teofanías,
incesantemente renovadas. Dotado de la facultad de la develación, el
místico vive así en presencia de Dios y en conformidad con Su
voluntad.
Ibn
cArabî
es, por su trayectoria vital, por el alcance de su obra y por su
repercusión en la posteridad, modelo de andadura interior hacia la
Unidad que reúne los opuestos, los mundos y grados de la existencia,
los dos horizontes de Oriente y Occidente.
Puede
afirmarse que, integrando en su pensamiento razón y develación,
unidad y diversidad, Ibn cArabî
ha sido el primero entre los autores de tradición abrahámica, ya en
los siglos XII-XIII, en exponer de modo sólido y explícito los
fundamentos que permiten y requieren establecer un diálogo creativo
y conciliador entre las distintas creencias y culturas.
A
continuación voy a centrarme en exponer algunos términos de
referencia -característicos, sobre todo, del sufismo- que permitan
entender mejor la polivalencia y la transitividad simbólica en el
arte islámico.
LA VÍA
DE LA AMBIVALENCIA
En
general, la ambivalencia y, especialmente, la ambigüedad, son
consideradas de modo predominantemente negativo, en tanto que
carencia, falta de claridad. A menudo se asocian la ambivalencia y la
ambigüedad con el equívoco, el error y la anomalía, sin tener en
cuenta, como contrapartida, su aspecto posibilitador y clarificador.
Los sufíes recuperan el sentido positivo de la ambivalencia -que no
ha de confundirse en este sentido con el equívoco, denostado por el
propio Corán-, restituyendo su dimensión metafísica.
En el discurso místico de los sufíes del linaje espiritual de Ibn
cArabî de Murcia, la ambivalencia no se presenta como una
deficiencia o un obstáculo para la comprensión. Por el contrario,
para conocer algo plenamente es preciso percibirlo en toda su
ambivalencia. Cuando se percibe una sola faceta de un objeto de
conocimiento -por ejemplo, se lo percibe sólo en tanto que creatura
y densidad-, el objeto se manifiesta como opacidad. Sin embargo, una
percepción polivalente puede revelar su transparencia esencial. El
espejo es ambivalente porque es a la par una superficie opaca y el
lugar en donde se manifiesta el reflejo. La creación, como espejo de
las luces divinas, participa de esta necesaria ambivalencia. El
contemplativo no busca resolver la ambivalencia o liberarse de ella,
sino realizar plenamente su sentido, conocerse en tanto que lugar de
manifestación, transformarse en pura conciencia, en testimonio vivo
de la perfecta ambivalencia del misterio del Uno, Manifiesto y
Oculto.
La
inmersión en la ambivalencia es así, no un defecto, sino un logro
místico, una meta de la realización espiritual. El poder de la
Piedra Filosofal del corazón consiste en su capacidad para revelar
la ambivalencia de todas las determinaciones, trasmutando las
sustancias de lo diverso en el oro de la Esencia. En la escuela de la
Unidad del Ser, la Esencia es única, sus efectos y manifestaciones
múltiples. La afirmación simultánea de la Unicidad esencial y la
multiplicidad de las manifestaciones constituye el fundamento
metafísico de toda ambivalencia. Así, la ambivalencia es, a su vez,
el fundamento de la vivencia mística -en realidad, de toda
experiencia, de toda relación entre interioridad y exterioridad-, y
es también la vía espiritual que preserva el equilibrio entre la
intuición de lo trascendente y la percepción de lo inmanente, entre
diferencia e identidad.
En el
sufismo akbarí -así se denomina el pensamiento de Ibn cArabî
y los autores de su tradición espiritual-, el conocimiento perfecto
resulta de la integración del conocimiento de lo Uno y de lo
múltiple, o bien, usando uno de sus términos ambivalentes, en el
conocimiento del Uno-Múltiple.
Todo
ser, todo estado o grado de la existencia es un barzaj, un
istmo, es decir, la confluencia -o separación- de otras dos
realidades. Toda realidad participa así de la naturaleza y las
propiedades de las realidades que une y separa. De la línea que
divide la luz de la sombra podemos decir que es luz o que es sombra.
También podemos decir que ni es luz ni es sombra. Todo ser creado es
una realidad intermedia y ambivalente que a la par es y no es. Todos
los mundos concebibles, todas las dimensiones y grados del ser, han
de entenderse en esta visión integradora como mundos intermedios
(barzaj) y, por tanto, ambivalentes.
En
esta metafísica de la ambigüedad -entendamos aquí la palabra en un
sentido luminoso-, el conocimiento reside en el equilibrio que
establece el misterio de la ambivalencia. Este justo equilibrio
integra -y a la par trasciende- unidad y multiplicidad, semejanza e
incomparabilidad, majestad y belleza, rigor y compasión, respeto
reverente e intimidad, proximidad y lejanía.
Ibn cArabî llama ‘camino de la primavera’ a la
perfecta integración de inmanencia y trascendencia en el corazón, y
denomina la más alta morada espiritual ‘estación de la
perplejidad’ (maqâm al-hayra). El sufí asciende, pues,
hacia la perplejidad que resulta de la ambivalencia del ser y la
luminosa ambigüedad del conocimiento. Aquí perplejidad no es
confusión, sino realización espiritual a la vez unitiva y
distintiva.
Entre la identidad absoluta y la absoluta diferencia, la analogía
-barzaj entre la identidad y la diferencia, contrapartida de
la ambivalencia-, restablece en la conciencia el vínculo original de
todas las manifestaciones relativas, que son fruto de las relaciones
que se establecen entre los Nombres de Dios.
Me
referiré a continuación a algunas de las muchas tradiciones
escriturarias del Islam que fundan la vía de la ambivalencia. Ya que
los textos que cito son sumamente conocidos y pueden encontrarse con
facilidad -por ejemplo, en los libros que sobre Ibn cArabî
he publicado anteriormente-, prescindo aquí, como ya he anunciado,
de notas a pie de página.
Dice un célebre hadiz santo -así se llama el hadiz en que Dios
habla en primera persona- atribuido por los sufíes al Profeta: “Yo
era un Tesoro oculto y quise [o deseé] que se me conociera. Así que
he creado a las criaturas para que me conozcan”.
Este
dicho profético, que Ibn cArabî cita con frecuencia,
establece la función central del ser humano: conocer a Dios. En
última instancia, es Dios quien a Sí mismo se conoce en Su lugar de
manifestación -la creación- y el ser humano es la pupila de Dios en
el cosmos. Con relación a la ambivalencia, este dicho es
particularmente interesante porque alude a la causa de la
cosmogénesis: el desdoblamiento de la Esencia inefable en Dios
deseante y deseado. El misterio del divino amor, del divino anhelo,
del deseo de Dios por darse a conocer, establece la necesidad de la
ambivalencia. La tríada amor, amante y amado instaura la dinámica
creativa del deseo: frente al conocimiento absoluto, eterno e
inmutable, la dinámica del conocimiento actualizándose; frente a la
perfecta voluntad indivisa, Dios deseante del Hombre, deseado por el
Hombre, Hombre deseante de Dios, deseado por Dios.
Cuando
preguntaron a al-Jarrâz: ¿Por medio de qué has conocido a Dios?
Respondió: Por la unión de los contrarios. Y luego citó la aleya
coránica en donde se dice que Dios es “el Primero y el Último, el
Manifiesto y el Oculto (C. 57: 3)”. Pues bien, esta coincidentia
oppositorum, esta síntesis de los contrarios dialécticos que
los reintegra en su unidad esencial es la vía por excelencia para la
realización del Tawhîd, testimonio y profesión de la divina
Unicidad.
La
shahâda islámica, expresión esencial de la fe de los
musulmanes, es la formulación de la más pura ambivalencia: “Doy
testimonio de que no hay divinidad sino Dios y doy testimonio de que
Muhammad es el Enviado de Dios”. La primera parte de este tesoro de
ambivalencias también podría traducirse como “no hay divinidad
que no sea Dios”, ya que no sólo afirma la trascendencia y la
Unidad del Uno al negar que haya otros dioses que puedan asociarse a
Allâh, sino que también afirma, desde una perspectiva alternativa,
la divinidad de aquello cuya autonomía niega, la inmanencia de Dios
en todos sus lugares de manifestación, la presencia de Dios en sus
teofanías.
Los
efectos de los Nombres y Atributos de Dios son diversos debido a la
diversidad de las propiedades de los Nombres considerados en su
aspecto distintivo. No obstante, todos los Nombres designan una única
Esencia. Desde una perspectiva sintética unificadora, todas las
manifestaciones de la creación son teofanías del Uno, que es único
con cada uno, en cada una de sus revelaciones.
No
hay pues confusión, ni unión de esencias: La Única esencia
verdadera es, en última instancia, la Esencia de Dios. Todo lo demás
existe sólo por Él. El anhelante suspiro del Omnicompasivo da
existencia a todas las criaturas, para que el Ser Humano Perfecto,
vicerregente de Dios en la tierra, finalidad de la creación, conozca
a su Creador.
La
ambigüedad de la naturaleza del Hombre, este barzaj supremo
de la creación, síntesis microcósmica creada a imagen de su
Creador, se refleja en la idea de que el Hombre es el espejo de Dios,
lugar de Sus epifanías. El ser humano sólo puede conocer a Dios en
la medida en que el espejo de su corazón lo permita: la
predisposición y la receptividad resultan aquí determinantes.
Obviamente este conocimiento no es un ejercicio activo de
especulación racional, sino una experiencia de inspiración, un
divino acto de conocer. El conocimiento se actualiza en el corazón
receptivo a la divina inspiración, al divino deseo. El corazón del
sufí fluctúa incesantemente y, cambiando de perspectiva, se adapta
a cada nueva actualización del Ser en el instante.
También
el cosmos es el espejo de la divina Realidad, por ello es y no es: es
real en cuanto que teofanía, mera apariencia en tanto que criatura.
Dice
Dios a Muhammad en un pasaje coránico: “No has lanzado tú cuando
lanzaste, sino que Dios lanzó” (C. 8: 17).
El
texto niega y afirma: El Profeta lanzó en el plano sensible de lo
múltiple, pero en el orden indiferenciado de la Realidad fue Dios
mismo quien lanzó.
La
ambigüedad última del conocimiento humano se cifra en el hecho de
que el hombre sea el que revela y, a la par, quien vela aquello mismo
que revela. El hombre es el velo de Dios. Esto no constituye en sí
mismo una deficiencia. Su función es conocer a Dios, pero también
velarlo.
Lo
que propongo es que para entender el sufismo u otras formas de
esoterismo islámico y su decisiva aportación al arte islámico, hay
que integrar que la asunción de la ambivalencia como dominio
privilegiado de la experiencia espiritual es uno de los pilares de la
claridad interior. En la tradición sufí el ser humano se sitúa en
el istmo, o mejor, es el istmo, el intermundo que aúna y al
tiempo distingue los opuestos. Así, el hombre consciente concilia en
el sufismo su condición humana de siervo, la realización de su
absoluta indigencia ontológica, y su condición de vicerregente
(jalîfa) de Dios en la creación. El hombre asume
simultáneamente, por un lado, su condición de sujeto agente a
imagen del Creador, su libre albedrío y su responsabilidad, y por
otro lado, su radical sujeción a la voluntad del Todopoderoso, su
condición pasiva, su pura receptividad en tanto que lugar de
testimonio.
En el
barzaj humano, libertad y sumisión se encuentran. El hombre
asume que, en el dominio divino, libertad y sujeción coinciden,
aunque en el dominio creatural de la multiplicidad se distingan por
sus efectos. Así, el hombre es y no es libre. Esta ambivalencia
resulta confusa para la razón discursiva que opera de modo binario,
por contraposiciones, pero es el ámbito propio de la contemplación
que a la par afirma y niega, el intermundo que vincula el sí y el
no.
Al
relatar su encuentro con Averroes en Córdoba, refiere Ibn cArabî
que el filósofo le preguntó: “¿Qué solución has hallado por
medio de la iluminación y la divina inspiración? ¿Es la misma que
nos brinda a nosotros [los pensadores racionales] la reflexión
especulativa?”. Cuenta el sufí que respondió: “Sí y no. Entre
el sí y el no, los espíritus abren el vuelo y las nucas se separan
de los cuerpos”.
El
sufismo propone una doble conciencia -de ser y no ser, de lo oculto y
lo manifiesto- que percibe el mundo con una doble visión: la del ojo
externo de la vista y la del ojo interno del corazón. La doble
conciencia o claridad integradora percibe cada existente en su
singularidad como algo diferente a cualquier otra cosa en el orden
distintivo, pero percibe también que cada existente no es sino una
manifestación del Uno.
La
cuestión no es, en este dominio, ‘ser o no ser’.
El
Corán afirma que ha sido revelado en lengua árabe clara. ¿En qué
consiste esta claridad? Ha de entenderse que esta claridad se refiere
a la perfecta adecuación de la palabra a su sentido y a la
comprensión. La lengua árabe del Corán es clara porque expresa
perfectamente todo lo que ha de expresar según la divina voluntad y
porque es totalmente inteligible, no porque su intención resulte
inmediatamente explícita y evidente a cualquier interlocutor que
conozca bien el árabe.
Esta
claridad intrínseca no remite a una claridad meramente racional,
sino a una inteligibilidad suprarracional. Su claridad reside en que
la palabra divina formula exactamente lo que quiere decir. Como la
existencia es ambivalente, la palabra que ilumina y clarifica la
existencia ha de ser ambivalente. La claridad del Corán es pues su
propia polivalencia, su misterio. La revelación vela y revela. Como
el hombre, que es el intérprete de los signos de Dios, la revelación
cifra aquello mismo que descifra, oculta lo que manifiesta. En el
viaje hermenéutico, el lenguaje coránico conduce al intérprete
hacia la fuente de la ambivalencia. Su claridad es la luz que hace
posible contemplar la unión de los opuestos en el corazón, la guía
que permite al viator remontarse a la presencia de la Unidad
y, al tiempo, subsistir en la dimensión de la diversidad,
preservando las distinciones.
En la
presencia de la Unidad el contemplativo está perplejo: es y no es.
Las personas del divino discurso interactúan articuladas por la
Providencia: Yo, tú, él, nosotros… todas las personas son Nombres
divinos manifestándose en diversas presencias. Él es Uno en cada
presencia, único en cada singularidad. La razón discursiva acompaña
al contemplativo en su experiencia, pero está supeditada al
testimonio directo y la intuición. La facultad de la develación y
el órgano de la Imaginación que hacen posible contemplar las
angelofanías desbordan cualquier reducción a un lenguaje binario:
sólo la revelación puede reflejar los misterios del orden divino
gracias a su ambivalencia intrínseca.
Entiéndase,
no obstante, que la ambivalencia de la que hablamos no excluye la
manifestación de una claridad explícita en el plano externo. Por el
contrario, la ambivalencia necesariamente implica que a todo sentido
interno corresponde un sentido externo explícito. La claridad de la
palabra revelada es así una claridad plena en cada nivel de
significación. En última instancia es la claridad que reintegra en
la Unidad todas las claridades de niveles sucesivos en una progresiva
y ascendente interiorización de la palabra: es claridad de
claridades.
A una
comprensión limitada ordinaria, tal claridad comprensiva sólo puede
aparecer como confusión. Sólo una receptividad abierta a la
polaridad de las realidades y a la ambigüedad esencial del
conocimiento puede aprehender los misterios divinos. Por ello, los
secretos siguen siendo secretos cuando se actualizan y se revelan. No
se resuelven: se vivencian. Por eso la mística islámica, como
experiencia del conocimiento de los misterios, no pude transponerse a
un lenguaje que no sea místico. Desde la perspectiva del sufismo, la
ambivalencia se presenta como paradoja o enigma ante percepciones
reductoras dualistas, pero es fuente de sentido unitivo, ámbito de
inspiración iluminadora para los testigos de la Unidad.
¿Quién
da testimonio de que no hay dios sino Dios? ¿Quién da testimonio de
que Muhammad es el Enviado de Dios? ¿Puede alguien que no sea el
mismo Dios dar testimonio de Su Unidad trascendente?
En
realidad, sólo quien conoce a Dios puede dar testimonio y no conoce
plenamente a Dios, según la tradición, sino Dios mismo. Así que el
hombre da testimonio y no da testimonio. Da testimonio en tanto que
es la pupila del ojo con que Dios se contempla, el lugar de Su
visión; pero no da testimonio porque sólo Dios atestigua…
Dice
Dios según un célebre hadiz en que se refiere al hombre: “… Y
cuando Yo le amo, soy el ojo con que ve…”.
He
aquí el paroxismo de la ambivalencia: cuando Dios ama al hombre es
el ojo con que el hombre contempla a Dios en su teofanía. La
polivalencia se multiplica cuando consideramos que el término ojo
significa también esencia o entidad.
En el
camino de la polivalencia, el corazón del hombre, semejante a un
caleidoscopio, se reviste de los divinos atributos restituyendo la
forma adánica primordial. En realidad, los atributos de esta forma
divina pertenecen sólo a Dios. Cuando el hombre los adopta puede
decirse que son y no son sus atributos. Este proceso ascendente de
teomímesis culmina con la realización de la Verdad por la Verdad,
apoteosis de la ambivalencia, por la cual Dios se conoce a Sí mismo
en su lugar de manifestación.
Citaré,
para concluir esta sección, un poema de Ibn cArabî sobre
el amor que puede resultar particularmente ilustrativo en este punto.
Entiéndase que, como ya se ha indicado, donde dice ‘ojo’,
pudiera decir ‘entidad’ o ‘esencia’:
“Cuando se muestre mi Amado
¿con qué ojo Lo veré?
Con Su ojo, que no el mío,
pues no Lo ve sino Él”.
En el camino de la Unidad que integra la multiplicidad, la verdadera
cuestión no es entonces “ser o no ser”. En el dominio de la
ambivalencia, ámbito por excelencia de toda experiencia mística, el
planteamiento es otro: “ser y no ser”, esa es la cuestión.
LA
IMAGEN-SÍMBOLO EN EL ARTE ISLÁMICO
El
barzaj
de la Imaginación
Les
mostraremos Nuestros signos en los horizontes
y en
sus propias almas (C. 41: 53)
Como
se ha sugerido, el Corán invita incesantemente al hombre a
interpretar los signos portentosos o âyât que Dios ha
revelado en su creación, en el alma humana y en el Libro. Todo el
cosmos, en cualquiera de sus dimensiones, se presenta como universo
de una infinidad de signos que son indicaciones de una única verdad
última, la Suprema Unicidad del Uno, Único creador de todos los
seres. El procedimiento de interpretación de los signos, según una
denominación que en diversas instancias propone el Corán, es la
transposición simbólica (i‘tibâr), es decir, el paso de
la apariencia perceptible del signo a su sentido oculto, de su
exterior a su interior, de su forma a su significado.
Como
propone el hadiz, “toda realidad manifiesta (haqq)
corresponde a una realidad esencial (haqîqa)”. Así el
i‘tibâr es el tránsito de la realidad aparente de los
seres a su realidad última.
Según
un verso citado con frecuencia por Ibn ‘Arabî, “en cada ser hay
un signo que indica que Él es Uno” (o bien, “… que ese ser es
único –en su modo de significar la Unidad-”).
Este
incesante viaje hermenéutico del proceso cognitivo, ya sea diurno o
nocturno, en la manifestación exterior o en la dimensión interior
de la experiencia anímica, es siempre un movimiento desde la
multiplicidad hacia la unicidad que, a la par, la trasciende y la
integra.
Según
hemos visto, el Corán describe un universo eminentemente simbólico,
un mundo de representaciones ambivalentes y mediaciones creadas por
Dios con el propósito, como propone el citado hadiz del Tesoro
Oculto, de darse a conocer. Si la finalidad del hombre es conocer al
Creador, la finalidad de la creación es dar a conocer al Creador.
Así el arte, en tanto que proceso creativo, está necesaria e
indisociablemente ligado a la función cognitiva del hombre y del
cosmos. Entiéndase bien: no hay nada en la creación que no sea un
símbolo del Uno. Todo tiene pleno sentido en virtud de esa
significación esencial. El arte propiamente islámico ha de ser el
arte de develar el sentido de lo revelado.
La
creación es un proceso de divina Imaginación. El conocimiento
humano está necesariamente vinculado a la Imaginación, tanto en la
modalidad de imaginación que Ibn ‘Arabî llama discontinua
(munfasila), como en la modalidad llamada continua
(muttasila). En última instancia, todas las modalidades de la
imaginación, así como los diversos grados de la existencia, son
manifestaciones, en diversos grados, de una misma realidad original.
Por un
lado, el cosmos entero, en todas sus dimensiones, se presenta como
Imaginación. En este sentido, ‘Abd al-Karîm al-Yîlî lo denomina
en su al-Insân al-kâmil “una imaginación en el seno de
otra imaginación” (jayâl fî jayâl). En sentido amplio,
como parte de la ‘imaginación de Dios’ que es la creación,
también somos pues imaginación, estamos inmersos en la imaginación
y en ningún momento dejamos de imaginar.
Según
el hadiz, en esta dimensión los seres humanos están dormidos y
cuando fallecen, despiertan. Se entiende que salen del sueño que
representa el mundo ilusorio y despiertan a la conciencia de la
teofanía del Verdadero. Por ello mismo recomendaba el Profeta a sus
compañeros que murieran, se entiende que en su interior, antes de
que les llegase la muerte física. Hay que morir a la ignorancia de
la imaginación inferior identificada con la densidad y las
identidades de las representaciones concretas, con el proceso
diabólico -en sentido etimológico- de la dispersión en lo
múltiple, para revivir en el conocimiento que la conciencia
simbólica brinda al corazón iluminado, liberado de apegos a las
estancias inferiores, que viaja en el mundo de las imágenes
subsistentes. La teofanía incesantemente renovada vivifica así al
corazón, sede de la imaginación en su doble función activa y
receptiva, en su viaje de retorno al sentido original.
El
universo inmediatamente perceptible es el dominio inferior de la
Imaginación. En la escala de los grados de la existencia, ésta es
la dimensión más densa en contraste con el plano superior más
sutil y puramente espiritual. El corazón ha de viajar a través de
los grados de la imaginación, desde la más densa y opaca
corporeidad hacia la más sutil y diáfana realidad espiritual, desde
lo más puramente sensible a lo más puramente inteligible.
Es
esencial comprender, no obstante, con relación a lo que más
adelante propondré que, en virtud de su unidad última, no hay
discontinuidad alguna entre las sucesivas dimensiones o grados del
Ser. Dios es el Señor de todos los mundos y hay una continuidad y
una simultaneidad entre todos los grados: así lo corpóreo está
necesariamente vinculado a lo espiritual, lo sensible está ligado a
lo inteligible. En una escala gradual lo extremadamente denso está
unido a lo extremadamente sutil. No hay lugar exento de espíritu o
privado de luz.
Como
se ha explicado, el dominio que vincula y al tiempo separa los
opuestos, que los reúne y a la vez los distingue, se llama barzaj,
Istmo o intermundo. El Mundo del Alma o Mundo del Ángel es un
barzaj. A menudo se llama barzaj al Más Allá, la Otra
Morada. Desde otra perspectiva, en tanto que imaginación, todo el
cosmos es un barzaj. El ser humano es un barzaj entre
el Creador y la creación. Al propio Ibn ‘Arabî se le llama en el
encabezamiento de algunos manuscritos barzaj al-barâzij,
‘Istmo de los istmos’. No hay cosa alguna en la existencia que no
sea un barzaj entre otras dos realidades. La Imaginación,
desde cualquier perspectiva, es el barzaj por excelencia.
Con
esta breve exposición de referentes y nociones acerca de los signos,
la imaginación y la conciencia simbólica quiero hacer notar que la
concepción de la mediación entre los diversos grados de la
manifestación conduce a una concepción particular del arte como
mediación, como proceso de realización simbólica, es decir,
restauradora del sentido, integradora y unificadora.
El
velo del arte, el arte del velo
Dos
referentes esenciales de la cultura islámica son el velo y el
espejo, dos imágenes recurrentes profundamente enraizadas en la
concepción islámica de la existencia inspirada por el Corán y la
coiné hermenéutica del Mediterráneo, de trasfondo
neoplatónico.
El Ser
se hace presente como misterio. La existencia es un lenguaje
miserioso y providencial que ha de ser descifrado, es decir, develado
por la facultad llamada kašf, la develación, la percepción
que resulta precisamente de levantar el velo de la percepción
ordinaria para ver con el corazón como órgano de la Imaginación.
Según
otro célebre hadiz, Dios se oculta tras setenta mil velos de luz y
oscuridad. De no ser por esos velos, la radiante gloria de Su faz
consumiría y aniquilaría todas las cosas creadas. Los velos se
presentan así como una gracia divina necesaria para la subsistencia
del universo. La imagen del hadiz invita a entender que cada velo de
luz está asociado a su correspondiente tiniebla. La creación es un
tejido de luces y sombras que se proyecta en cada elemento del arte
islámico (pienso particularmente en la arquitectura como arte
integrador por excelencia en el Islam).
En
contraste con esta evanescencia lumínica de los velos, en el arte
islámico se observa, sin embargo, por otra parte, una tendencia a lo
que podemos llamar ‘ausencia de vacío’. Ni siquiera el inmenso
desierto aparentemente despoblado está vacío. No interpreto esta
tendencia como repugnancia u horror por el vacío, sino en tanto que
respuesta coherente a la inexistencia del vacío como categoría o
referente esencial en la cultura islámica. No hay vacío absoluto en
el cosmos: todo está en movimiento inmerso en ese tejido de luces y
sombras que habita todos los rincones de la existencia. Dado que todo
es manifestación de Dios, revelación del Ser, todo cuanto existe
tiene pleno sentido y todo recipiente rebosa existencia. El vacío en
tanto que puro no ser no constituye un referente creativo del mundo
islámico, donde el silencio tampoco es una categoría, sino la
expresión de la receptividad a otra voz interior u otra
manifestación. En el mismo sentido, la muerte es un sólo un
tránsito entre dos estados, entre dos modos de vida. Nada está,
pues, plenamente vacío, realmente muerto, totalmente en silencio.
Todo lo que es está inmerso en este océano de velos y sombras. El
corazón se vacía de unas representaciones para hacerse receptivo a
otras nuevas en un proceso de permanente re-creación. La pura nada y
el puro vacío no tienen así realidad alguna. En el arte islámico
los espacios tienden a reflejar esa efusión rebosante del ser. Si
encontramos una superficie aparentemente vacía, por ejemplo, una
ventana ciega, no estamos ante un mero vacío, sino ante un velo que
traspasar con la imaginación.
Pues
bien, volviendo a esta perspectiva del velo, vamos a asociar el velo,
como límite abierto, al concepto de barzaj. Podemos decir que
todo barzaj es un velo ambivalente de luz y oscuridad. Cada
uno de los setenta mil velos de la existencia vela aquello mismo que
a la par revela. Es velo de luz, manifestación de Dios que es la Luz
de los cielos y de la tierra, pero también ocultación, ya que la
pura luz cegadora impide la visión. Es velo de oscuridad, que no
deja ver, pero también pantalla que permite que la luz reflejada
pueda contemplarse por contraste. Cada velo es ambivalente: exterior
e interior, manifestación y ocultación, luz y sombra. El velo que
oculta el rostro de la amada es el mismo velo que nos revela su
contorno. El velo es tanto presencia como ausencia. En tanto que
límite -pero límite dúctil, variable, móvil, traspasable- es
lugar de reunión y de separación. En tanto que barzaj, cada
ser, cada estado, cada manifestación es un velo entre dos velos,
revelación y obstáculo en el camino a una nueva revelación. Dirán
los sufíes, en este sentido, que el Hombre es el velo de Dios en la
creación: aquello que lo oculta y lo revela. Desde otra perspectiva,
como propone también Ibn ‘Arabî, el hombre se vela a sí mismo:
es el único velo que le oculta la Realidad. El verdadero
conocimiento reside en dejar de velarse a sí mismo. No es
conocimiento adquirido, sino una liberación, un saber descubierto al
desprenderse de la ilusión de la identidad como límite. También el
arte es un velo que ha de trascenderse como se sugiere a menudo, por
ejemplo, en la poesía de Rûmî.
Esta
presencia del motivo del velo, de la cortina, del tejido de
arabescos, que remite al lenguaje tan recurrente del secreto y el
misterio, es una constante del arte islámico.
Como
ya he propuesto, entiendo que el arte en el Islam, el arte
genuinamente islámico, ha de ser el arte de develar el sentido de lo
revelado: es una arte hermenéutico, un reflejo de la palabra divina
creadora que interpreta la palabra, una representación simbólica
que, remontándose hacia el sentido original primero (awwal)
en un procedo de ta’wīl, interpreta los símbolos del
discurso divino de la creación.
Sin
embargo advierto que, con abrumadora insistencia, muy numerosos y
convencidos estudiosos de la historia del arte formados en corrientes
derivadas exclusiva o principalmente del historicismo y el
materialismo, a pesar de la evidente falta de consistencia metafísica
del trasfondo de los discursos que sus trabajos revelan, analizan el
arte islámico con patrones y clichés que reducen su alcance a
funciones como la mera legitimación del poder o de un discurso
particular y a aspiraciones como el simple deleite de los sentidos.
Naturalmente, la legitimación y el placer estético son fines y
funciones manifiestos de toda expresión artística en uno u otro
grado, pero a menudo se pasa por alto el hecho de que ambas cosas
pueden considerarse, a su vez, meras representaciones. Los minuciosos
análisis formales que producen quienes adoptan esos métodos son a
menudo valiosos desde la perspectiva de la información técnica,
pero manifiestamente reductores y frustrantes cuando pasan al campo
de la interpretación del significado. Tales investigadores suelen
estar tan cargados de razón y mediciones que con lamentable
frecuencia no tienen consideración hacia otros posibles discursos
acerca del arte. En general se les escapa, como ya he sugerido, el
hecho de que los conceptos y referencias que les parecen tan
legítimos y legitimadores de su actividad y del arte, incluidos el
gozo estético y la legitimación, son sólo, desde la perspectiva
que ahora consideramos, ambivalentes representaciones de otras
representaciones simbólicas. Dado que el pensamiento es por
naturaleza así de complejo, parece recomendable que una
investigación sobre el arte, sea cual sea su metodología,
permanezca abierta al fructífero diálogo con otras tendencias,
liberándose de la estrechez de las cortas miras sin por ello
renunciar al rigor en los planteamientos. El apego a un método puede
llegar a constituir un velo infranqueable que impida traspasar el
velo del arte.
De
la teomímesis a la teosis
En el
arte que he dado en llamar ‘arte genuinamente islámico’, de
carácter netamente simbólico, es decir, realizado y percibido con
evidente conciencia simbólica, se produce una inversión de la
perspectiva de la imitación de la naturaleza: estamos ante el arte
como espejo del barzaj. El artista no imita el mundo de la
densidad física, sino que tiende a remontarse al mundo de los
prototipos celestes de una naturaleza (tabî‘a) entendida
como ‘impresión’ y ‘huella’ sutil del Mundo del Alma
Universal, naturaleza pues que, como su nombre árabe sugiere, es
evanescente y deriva de un modelo superior en la escala de los grados
de la manifestación. El arte participa necesariamente del movimiento
descendente de la manifestación creadora, pero su esencia reside,
por el contrario, en el movimiento ascendente de la interpretación
que se remonta hacia el sentido: el arte islámico es, ante todo, una
interpretación de la naturaleza que trasciende la naturaleza, porque
es interpretación del misterio de los seres en su viaje de ida y
vuelta desde la unidad y hacia la unidad primordial. Es un arte del
retorno: la re-creación tiende a reproducir no el resultado final
concreto, sino el proceso mismo de la creación en cuanto descenso o
ascenso progresivo. Es un arte de la mediación, un arte barzají.
Esta dimensión interpretativa del arte ha de vivirse como un doble y
simultáneo proceso de ida y vuelta, de manifestación y ocultación,
de descenso y ascenso por la doble escala que vincula lo Uno y lo
múltiple. El Intelecto revelado y revelador se hace inteligible a la
razón contemplativa del intérprete: el artista es el visionario que
contempla e interpreta la Obra Suma del Único Hacedor.
La
imitación del mundo de la densidad es limitación, sin embargo el
arte islámico tiende a lo ilimitado: en la incesante fragmentación
de las teselas, átomos de la multiplicidad, nos encontramos con la
infinitud de la unidad que las integra, sustenta y trasciende. La
ilimitación del Único se expresa en cada singularidad irrepetible
dentro de un conjunto que escapa siempre a la reducción. En lo
mínimo, en el detalle, se hace presente lo Sublime, lo
Inconmensurable. Creación renovada a cada instante, la obra se
disuelve al par que se congrega en su ritmo interno.
El
ritmo del despliegue de los motivos de un muro, una celosía o una
cúpula, es como el dikr, la rememoración de
Dios por medio de uno de sus Nombres o por medio de la palabra
coránica, que a cada aliento renueva el contemplativo al ritmo de la
creación a cada instante renovada. La obra de arte, velo de luz y
pantalla de sombra, revela al Sumo Artífice.
El
hombre inspirado, destinado a restaurar en su corazón su teomorfismo
original, inicia su viaje con un proceso de teomímesis, imitación y
adopción de los rasgos de los atributos divinos, para alcanzar
finalmente un estado de teosis, la realización de su condición
primordial. Así procede también el arte como alquimia desde la
imitación a la realización esencial.
La
escala interior
“Gloria
a Aquél que hizo viajar a Su siervo de noche…” (C. 18: 1)
Según
la tradición y su interpretación más general, Dios hizo viajar a
su Profeta el día de su ascensión celeste, primero, por tierra,
horizontalmente, desde el harâm de La Meca hasta la mezquita
de Jerusalén, y luego verticalmente, desde este mundo sublunar, a
través de las esferas, hasta la misma presencia divina, “a una
distancia de dos arco o más cerca” (C. 53: 9), según la expresión
coránica. La primera etapa de este viaje vertiginoso en compañía
de la montura llamada al-Burâq, de la raíz léxica de ‘rayo’
(barq), se denomina en general al-isrâ’, el ‘viaje
nocturno’, mientras que, para distinguirla de ésta, la segunda
etapa suele llamarse al-mi‘rây, la ‘ascensión celeste’
propiamente dicha.
Siguiendo
el modelo de esta ascensión, los espirituales del Islam han aspirado
a imitar y revivir ese viaje, realizando una ascensión interior.
Numerosos ejemplos se encuentran en la obra editada por Ali
Amir-Moezzi, titulada Voyage initiatique en terre d’islam.
Los
alminares se elevan simbolizando la ascensión espiritual por los
grados y estaciones de esta epéctasis o progresión mística
representada por los peldaños y los niveles de la edificación. Así,
por ejemplo, los paños exteriores de la Giralda, el alminar de la
gran mezquita aljama de Sevilla construido en tiempos de Ibn ‘Arabî,
cambian de altura en cada una de las cuatro fachadas en función de
la altura de los peldaños de la escala que recorre su interior, como
revela Juan Clemente Rodríguez en su magnífico estudio El
alminar de Isbiliya. Este diálogo dinámico de correspondencias
entre interioridad y exterioridad simboliza precisamente esa doble
escala de ida y vuelta, por dentro en la ocultación y por fuera en
el orden de la manifestación, de toda ascensión espiritual.
Pues
bien, lo que quiero proponer aquí es la idea de que, según mi
apreciación a partir de la lectura de la literatura mística -que
tiene en el Islam como referente central un alcance general-, resulta
fundamental contemplar el arte islámico como expresión de un
proceso de descenso y ascensión que resulta en una mediación entre
los mundos y los opuestos, shahâda/gayb, zâhir/bâtin,
dunyâ/âjira, cuerpo/espíritu, mulk/yabarût/malakût/‘azama,
etc., es decir, como expresión de la contemplación de las
realidades sutiles del Mundo Imaginal y el plano espiritual del alma.
Los
rasgos más característicos del arte islámico, entre ellos la
estilización, con un espíritu análogo a la concepción platónica
del mito de la cueva, tienden a representar el mundo de los
prototipos y las imágenes subsistentes. El arte genuinamente
islámico es así el arte visionario de los prototipos. Un arte que
no sea contemplativo puede ser culturalmente islámico, pero ya no es
‘genuinamente islámico’ en este sentido, porque no responde a la
esencia simbólica del Islam propiamente espiritual.